Menuda vergüenza pasé ayer en coche. Y eso que no conducía yo. Me vino a recoger un amigo con quien había quedado para ir a la playa, y... Nada más entrar al habitáculo noté algo raro, pero no sabía el qué. Algo que no se ve pero se siente. Durante el trayecto iba conduciendo [él] excesivamente despacio, y no sólo no adelantó a nadie, sino que por su culpa se iba formando caravana [no se llegó a enterar de esto porque no miró ni una sola vez por el retrovisor]. A veces se arrimaba tanto a la derecha que me veía obligado a meter el brazo que siempre llevo colgando por la ventanilla, para no ser arañado por la maleza que protege las cunetas.
—¿Dónde vaaaas, mamón?— Le preguntaba.
Como se ponía nervioso dejé de hablarle durante el trayecto, hasta que llegamos a la playa y empezamos a buscar aparcamiento. —¡Hey, mira a ésa; pítala!— Le decía cada vez que nos cruzábamos con la percha de un bikini. Pero el tío estaba como enfermo, y no se inmutaba; o si lo hacía era porque se le calaba el coche. ¡No pitamos ni una sóla vez! Mientras que a nosotros sí que nos pitaban, pero en plan bronca por lo despacio que íbamos y por ir formando atasco.
Mi estado de ánimo iba cambiando de la confusión al abatimiento, hasta que ocurrió algo terrible que me hizo pasar verdadera vergüenza y me tuve que bajar del coche: la maniobra de aparcar. La fortuna nos había regalado un sitio en el que cabía un autobús; pero en lugar de meter «la cunda» según íbamos, pretendió darle la vuelta para dejarlo aparcado con el morro orientado hacia la salida —así no tengo que maniobrar después— dijo. Curiosamente fue la primera vez que llamó maniobrar a salir marcha atrás de un aparcamiento en batería.
Empezó a girar el volante en direcciones aleatorias, avanzando y retrocediendo, hasta que encajonó el coche entre los 2 que había a los lados, mientras la gente nos miraba.
—¿Qué coño haces, cabrón?— Le pregunté varias veces.
Mi amigo estaba como ido, así que cogí mis bártulos antes de que la cosa fuera a más, y me bajé al arenal disimulando entre los curiosos. Mientras me alejaba de tan patética escena, se podían escuchar chascarrillos como: mujer tenías que ser, ¿te lo aparco yo?, etc..
Cuando nos reencontramos me dijo azoradísimo que le había aparcado el coche «un chico muy atento».
Estaba claro que teníamos que hablar. Me debía una explicación pero no sabía cómo decírselo sin herirle, así que empecé sutilmente a interrogarle. ¿Has desayunado bien hoy? ¿Te han pillado tus padres meneándotela últimamente? ¿Por qué has lavado el coche si estaba igual que siempre? ... Y así hasta que se derrumbó y confesó. Está enganchado a «internet».
—Y ¿qué páginas visitas?
—De vídeos.
—¿Qué videos ves?
—De risa.
—¿De monos jugando al baloncesto?
—Y de mujeres conduciendo.
Moraleja: Reirse de las desgracias ajenas, además de ser de mal gusto puede salirte «rana». Y ahora ¿qué hacemos?